sábado, 1 de junio de 2024

MICRORRELATOS PARA POTAR

 

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EL SÁNDWICH


Tenía hambre, su estómago se le retorcía a tal punto que parecía que dentro de su cuerpo llevase una fiera salvaje. Los crujidos de un estómago hambriento eran difíciles de soportar, y más aún cuando se era un pobre vagabundo que a duras penas podía sobrevivir en las malditas calles de la ciudad, viviendo entre drogadictos y prostitutas. Casualmente fue una esas trabajadoras incansables la que le tiró unos pesos con tal de devorarle su miembro, el acepto, no siempre se le daba la oportunidad de recibir dinero a cambio de que una linda muchacha se arrodillara a lamer sus bolas.

Cuando la chucha terminó, se limpió la boca y le dió el dinero, inmediatamente pensó «con ésto voy a comprar algo para comer». Fue con prisas al kiosco de Marlene, que estaba a unas cinco cuadras de allí. Marlene era una vieja conocida que le había dado cobijo durante un tiempo, para sacarlo de la calle, lástima que todo terminó cuando el marido se enteró que el precio de que aquél vagabundo estuviera allí era a base de sexo. Pues se rumoreaba que este vagabundo estaba bastante bien dotado. Pero pese a lo sucedido, la cosa no pasó a mayores, Marlene se separó de su marido y mantenía una buena relación con el vago, que ahora iba a saciar su hambre.

Llegó al negocio, la saludó y le pidió un sándwich de jamón y queso, al cual pagó y conservó el vuelo. Salió de allí contento, ignorando las insinuaciones de Marlen y se fue a su refugio personal, una especie de casa semi destruida, pero con una habitación que estaba en buenas condiciones (comparada con el resto de las obras habitaciones).

Se sentó allí, en ese montón de cobijas viejas sacadas de algún contenedor de basura y despegó el papel film que cubría el manjar. Lo olió, hacía años que olía ese aroma rico de comida sabrosa. Fue tal ese impacto que comenzó a devorarlo como si no hubiera un mañana, casi sin disfrutar aquel bocadillo.

Cuando finalmente comió se sintió satisfecho pero a la vez culpable, sabía que no volvería a comer algo así por un largo rato, por lo que empezó a llorar. Después de unos cinco minutos de no saber cómo hacer con la comida, tomó lo que consideró como la mejor decisión. Fue hasta el fondo de la casa, allí había unos viejos baldes de albañil, agarró uno y fue a la pieza, se puso de rodillas, respiró hondo y se metió los dedos hasta el fondo de la garganta, comenzando efectivamente a vomitar en grandes cantidades sobre el vale.

Finalmente terminó con su labor, y con los ojos llorosos y la garganta un poco maltrecha, se acostó sobre las hediondas cobijas. Se durmió al instante.

Cuando amaneció se estiró, salió afuera a orinar y volvió a la habitación. El estómago le volvió a sonar, pero él no se lamentó, sabía que en aquél balde tenía comida para un buen rato.



ARCADAS


  Es fácil la vida cuando te rodea la fama, es decir, no quiero alardear mucho, pero la verdad, como actor de porno gay, no me va tan mal. Quiero decir que puedo vivir tranquilamente en mi departamento, junto a mis perros, porque tengo la seguridad de que en este negocio uno siempre triunfa. Tampoco quiero hacer gala de mis dones sexuales (tengo un pene de un tamaño superior al normal), tengo el físico que cualquier hombre heterosexual desearía tener, y una lista infinita de amantes que vienen a divertirse noche tras noche (sin contar a los chicos de los videos).

Soy una persona a la cuál le gusta innovar en el porno, soy salvaje y apasionado, un macho salvaje que le gusta meter su verga en las gargantas de twinks y femboys (esos son mis gustos), hasta hacerlos casi vomitar.

Por eso un día tuve esta gran idea de hacer un video arriesgado, de sexo duro pero con más sabor. Así fue como cité a cuatro de mis chicos favoritos, para pasar a grabar algo épico.

El título del filme iba a ser «Arcadas», y comenzamos a grabarlo un sábado a las seis de la mañana. Al principio era el típico sexo de rutina, caricias, manoseos, chupadas y penetración en esos anos calientes. Luego fuimos subiendo la temperatura, ya llevábamos una hora de grabación cuando uno de los muchachos defecó sobre mi pene mientras se la estaba metiendo, un mediante sintió vergüenza y quiso ir al baño a limpiarse, pero le dije que no lo hiciera, y así continuamos la grabación (aclaro que yo nunca uso condones).

A la hora y media todos estábamos cubiertos de excrementos que salían de sus anos penetrados hasta el cansancio, pero eso no los detenía a seguir comiendo mi verga, que a estas alturas ya estaba limpia de tantas chupadas.

Entonces decidí que era el momento de pasar al plato fuerte, me tiré sobre el piso boca arriba, y les pedí que me vomitaran, al principio no se animaron, pero recordaron el jugoso pago que les esperaba al terminar el rodaje, y comenzaron a meterse los dedos dentro de sus gargantas, y sacar todo lo que había en sus estómagos.

Yo podía sentir cada impacto de vómito sobre mi cuerpo al tiempo que me masturbaba hasta llegar a la eyaculación.

Quedamos entonces los cuatro muchachos y yo tirados en el piso, extasiados y adoloridos, cubiertos de excrementos y vómitos, mientras que yo pensaba en el futuro éxito de ésta mi nueva película.



EL CUENTITO


   Yo era un pendejo cuando mi abuelo me contaba ésta historia, que formaba parte de un número casi infinito de historias vividas por él en sus épocas de buen mozo. Los cuentitos como les decíamos, podían abarcar diferentes temas, desde algo súper divertido y emocionante, hasta lo más escabroso y oscuro que uno se pueda imaginar, y es precisamente algo bastante traumático era lo que nos había narrado un domingo de lluvia, después de una rica comida.

Nos sentamos en ronda yo y mi hermano mientras que mi abuelo estaba en el sillón lo más cómodo. Empezó contándonos que en el año mil novecientos y algo, su padre tuvo que ir al frente en la primera guerra mundial. Allí el abuelo se detenía a contarnos detalles banales que solo servían como relleno, lo mejorcito estaba al final.

Ya llegando casi al clímax de la narración, no asegura siempre, en pequeños intervalos, que todo era real, y entonces venía lo peor. Nos contaba sobre el hambre y la desesperación de no tener comida para soportar los días, entonces decidieron hacer algo que los haría arrepentirse toda la vida.

Entre el malestar incómodo de la guerra, el frío y la falta de alimento, optaron por comer sus propios desechos, siendo el plato fuerte sus propios vómitos, a veces normales y otras con un poco de sangre por las gargantas destrozadas.

Así sobrevivió su padre al martirio de la hambruna por la guerra, por supuesto que murió unos dos meses después de regresar a su casa, le habían diagnosticado una severa infección por la ingesta de su propio vómito y el de los ajenos, ya que si sobraba era normal compartilo con quien no había podido lanzar esos fluidos.

Mi abuelo siempre finaliza la historia afirmando que el una vez probó el «manjar» que tuvo que comer su padre en la guerra resultándole terriblemente asqueroso.

Claro está que al finalizar la historia, yo y mi hermano corríamos al baño a vomitar del asco que esa clásica historia nos producía.





VÓMITO DIABOLIKO


  El ritual de exorcismo comenzó temprano, alrededor de las cinco y cuarto de la mañana. Aún no habían ni despuntado los primeros rayos del sol, cuando el sacerdote y maestro exorcista, Anthony de Louda llegó a la casa de la familia para empezar la liberación del cuerpo de la joven, que había sido poseída unos tres meses atrás, pero por cuestiones de protocolos de la Iglesia, que debe cerciorarse de que realmente se trata de un estado de posesión demoníaca y no un trastorno mental, de lo contrario el ritual no serviría de nada. Sin embargo, las cartas mantenidas entre Louda y la Santa Sede del Vaticano, dio como resultado, después de tantos días de cotejar y analizar la información, que efectivamente se trataba de un caso de posesión demoníaca, y se autorizaba al padre Louda, a entrar inmediatamente en acción.

La situación transcurría con normalidad, él había pedido expresamente que nadie se acercara a la habitación, pues no deben interrumpir aquel sacro ritual, además había ordenado cerrar la única ventana de la habitación, ya que solo estaría iluminado por un gran cirio pascual.

Cuando entró a la habitación, la joven, de unos diecinueve años de edad, se retorcía en la cama de maneras bruscas, a la vez que emitía un gruñido espantoso, como el de un animal salvaje. Cuando aquella muchacha, o lo que estaba en su interior, vio el reflejo de la cruz plateada que pendía sobre el cuello del sacerdote,no dudó en soltar unos graves improperios contra su figura y lo que un cura representa.

El sacerdote Anthony de Louda no era cualquier persona por lo que no se sentía amenazado por tales insultos, ya solo los dos en la habitación, comenzó la tan deseada liberación. Aquello llevó más de una semana de intensa oración y preparación mental por parte del sacerdote, hasta que un día, ya a un paso de que la muchacha pudiera ser ella misma otra vez, ocurrió aquello que todo el mundo comentaba.

Fue una mañana fresca de domingo, alrededor de las nueve de la mañana de un día gris, cuando el sacerdote notó algo extraño en el cuerpo de la chica, como una especie de bulto grande que sobresalía de su estómago (notándose a través de las enaguas), y llegando hasta la garganta. Esta especie de bulto parecía haberse quedado atascada en el cuello de la muchacha que se empezó a hinchar a la vez que se asfixiaba por el escaso aire que lograba aspirar. Su cuello se ensanchó tanto, y el cura no vio más remedio que acercarse par ver qué era aquello, y rápidamente, pensando en salvar la vida de esa adolscente, introdujo dos dedos adentro de la garganta, logrando palpar y arrancar algo que parecía estar obstaculizando su correcta respiración. Cuando sacó los dedos, estaban llenos de sangre. El rostro de la muchacha se iluminó con una sonrisa macabra (por supuesto esa no era de ella), y acto seguido empezó a hacer grandes arcadas y de la nada salió el vómito.

Este era blanquecino, al estilo lechozo, con un olor a podrido que parecía inundar toda la habitación con ese aroma fétido. El líquido brotaba de su garganta en cantidades sobrehumanas, a la vez que también vomitaba unas especies de serpientes vivas, trozos de metales y maderas, que salían sangrando por su garganta lastimada.

La escena era grotesca, hasta que aquella cosa lanzó el último chorros de espeso vómito blanco contra el techo de la casa, e inmediatamente el cuello de la joven volvió a la normalidad quedando en un estado de adormecimiento. El sacerdote continuó con todo el ritual, aguantando aquel olor hasta muy entrada la noche. Cuando la familia lo vio salir de la habitación, le preguntaron qué había pasado y solo contesto: «Dios ha vencido…Dios ha vencido»





AHOGADO


   La noche había finalizado estupenda, había salido con sus amigos a ese boliche tan famoso de la zona, había visto a la que sería su amor de una noche, más precisamente de unos quince minutos, es decir lo que duró aquella felación express en el baño del local. Para festejar la hazaña se había tomado todo el alcohol posible, ya que ese día había cobrado el sueldo de su trabajo como repartidor, no era mucho pero como de costumbre, cada vez que llegaba un viernes, no dudaba en desempolvar los ahorros acumulados durante la semana, y tenía por meta gastarlo todo en una noche de farra con sus amigo del alma.

Sin embargo aquella noche se había ido de control pues había bebido más de lo habitual, sumándole porro que Favián, uno de sus amigo, siempre llevaba, y como era costumbre, en la plaza que estaba a unas cuadras, se sentaban en ronda a empezar aquel ritual mágico, en torno a ese cigarrillo de marihuana que iban pitando de uno en uno.

Cómo pudo, nuestro amigo llegó a su casa, un pequeño complejo de departamentos, allí lo dejaron y el resto se fue, mientras él seguía pensando en que buena boca tenía aquella chica. Así vestido y con zapatillas, se tiró en la cama, tumbado por el estado de ebriedad que cargaba encima.

No había pasado ni quince minutos cuando empezó a ahogarse y a toser bruscamente, pero por su estado de inconsciencia no podía despertarse, entonces comenzó a vomitar de una manera espantosa, salpicando su cara de ese líquido amarillo oscuro que teníu un olor a alcohol desgaradable. Cuando quiso reaccionar se dio cuenta que se estaba asfixiando, el vómito no dejaba de salir, y no hacía otra cosa más que obstaculizar su respiración. Se retorció, gritó, pero de nada sirvió. Murió una hora después, sofocado por su propio vómito, ahogado en esa sustancia olorosa, al tiempo que un par de moscas se posaban para saborear el manjar de un cadáver fresco.




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