jueves, 1 de mayo de 2025

LOS ABANDONADOS


BREVE INTRODUCCIÓN A LA PRESENTE PUBLICACIÓN 


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  De manera sorprendente estamos acostumbrados a ver constantemente «abandonados», personas que lo han dado todo y han recibido la peor de las pagas, ser excluidos de un sistema tan difícil de acceder como el laboral. 

  Despidos y falta de trabajo son la cara visible de un sistema que se fractura con el pasar de los años. Cada vez es más complicado acceder a puestos laborales de buena calidad, con un salario decente y que respeten, sobre todo, la dignidad humana. No existe en estos años la famosa «estabilidad laboral», ningún puesto—así sea de prestigio— está exento de caer en la fatalidad de la miseria. Todos, en cualquier momento podemos perder nuestros trabajos, por caprichos de una economía que en las láminas de los especialistas crece día a día, pero en la realidad de la gente común, parece que esos datos ni siquiera se acercan a hechos factibles. Por otro lado, podemos ser víctimas de «superiores» que, una vez que nos han drenado todo (sin dejar ni una sola gota), se deshacen de nosotros, dejándonos con la ilusión de que alguna vez hicimos algo por ellos. 

   No hay rastros de trabajos duraderos, de estabilidad ni de confort. Tenemos que tener en cuenta que somos el lado hambriento del mundo, somos tan solo los abandonados.

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EL RELATO



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   Desde que nací supe que esto era para mí o por lo menos así me lo habían hecho saber. Crecí en una ciudad cercada por edificios que se dividían en tres grandes grupos, por un lado estaban los departamentos donde la gente común vivía, luego estaban las escuelas primarias y secundarias, junto con las universidades y por último las oficinas. Esos sombríos lugares de labor diario, donde a todos nos iba a tocar ir algún día. Esa era nuestra educación, nos preparaban para ser serios oficinistas y así acceder a un departamento propio, ganar mucho dinero, tener una esposa hermosa, algunos hijos, un auto y por supuesto trabajar muy duro. 

   Aquí en esta ciudad nadie se podía escapar de esa situación, si lo hacías terminabas relegado a una vida miserable, y como nadie quería vivir en ese infierno que nos obligaba a estar excluidos de aquello que amamos, todos hacíamos caso a las leyes. No había nadie que osara desafiarlas, por lo que todos trataban de llevar una vida lo más apegada a la tradición.

   Yo finalicé la secundaria con uno de los mejores promedios, era el más inteligente de la clase, las mujeres me amaban, tenía muchos amigos y en la universidad fue cuando mi vida despuntó. Salí graduado con honores, y de todas esas enamoradas que me seguían, me decidí por una, la mujer más hermosa que mis ojos nunca habían visto. Evidentemente, con mi inteligencia y mi capacidad proactiva, entré en una oficina a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Era joven, tenía toda la vitalidad que debía poseer, por lo que trabajaba duro de siete de la mañana a siete de la tarde. Mi familia se sentía orgullosa, estaba siendo lo que ellos esperaban, cumpliendo con mi deber como ciudadano y como hombre. 

   Muy pronto mi mujer me dio dos hermosos hijos, a los que nunca les faltó nada. Balanceaba mi tiempo entre el trabajo y ser un hombre de familia y si podía, los fines de semana me sentaba en una pequeña habitación a hacer cálculos pendientes que fortalecieran los niveles de la empresa en la que trabajaba. La lógica era: si a ellos les iba bien a mi me iría mucho mejor.

   Mis hijos crecían, mi mujer me amaba, y yo empecé a ganar popularidad por ser un empleado que se esmera por el bien del trabajo en la oficina, aportando opciones de crecimiento —y no es por hacerme el grandioso— pero nunca fallaban. Todo lo que yo decidía o aconsejaba tenía un porcentaje de éxito inesperado. Era un prodigio para los negocios, un trabajador incansable y un buen padre de familia. Eso me llevó a ganar un ascenso, llegando al puesto de gerencia. 

   Esa noticia cambió mí vida, obtuve un mejor salario, superior por lejos a la media, lo que nos permitió a mí y a mí familia mudarnos a un departamento más grande y de allí, algo que no era muy común en mi ciudad, hice construir una casa grande y lujosa, creada bajo mi imagen y semejanza. Solo había dos casas en la ciudad antes que la mía, ambas pertenecían al intendente. Por supuesto que la envidia no se dejó estar. De igual manera no le hacía caso, con el tiempo se forjó alrededor de mi imagen la impresión (certera) de ser alguien confiable, decidido, laborioso y comprometido con las causas que estuvieran relacionadas con el progreso económico.

  Vi pasar los años rodeado de lujos y comodidades, disfrutando de mí esposa y observando a mis hijos crecer entre lujos. Me sentía el hombre más feliz del planeta.

   Pero…algo falló, llegué un día a la oficina, subí hasta el último piso y me encontré con mí lugar de trabajo vacío y mis cosas dentro de una caja. En eso apareció Rick y me puso una mano en el hombro. Yo lo miré con unos ojos vidriosos, llenos de incertidumbre, no sabía que estaba pasando y necesitaba una respuesta urgente. «Lo siento» me dijo y después agregó: «se acabó todo, estás fuera de la empresa. Debes entender que son decisiones superiores. No me mires así». 

   ¿Qué no lo mirara así? Le había dedicado treinta y cinco años de mi vida a este maldito trabajo. La empresa si había llegado lejos fue gracias a mí y ahora solo me despedían, sin ningún tipo de aviso o causa aparente. Me sentía frustrado, enojado, un sentimiento de impotencia se me anudó en la garganta. Sentí por un momento que no podía respirar. Tomé mis cosas y bajé por el ascensor hasta el último piso. El trayecto hasta la puerta me resultó duro, sentía que los demás trabajadores evitaban mirarme. Entonces, experimenté la vergüenza.

   Atravesé las puertas de aquel lugar y salí a la calle. Estaba sudando frío, el cuerpo me temblaba. En mi mente buscaba una respuesta clara a lo que había pasado. No la encontré.

   ¿Ahora cómo volvería a mi casa? ¿Qué le diría a mi esposa y a mis hijos? Estaba angustiado ¿Qué tipo de maldición me había tocado atravesar, cuando siempre fui honesto y entregado al trabajo duro sin poner ningún pero?

   Caminé entonces un par de cuadras, llevando la caja como quien carga con algún tipo de condena. Me parecía que la gente en la calle no podían sostener sus miradas sobre mí, y a mí me daba pena que me vean así, arrastrando estos lastres que alguna vez adornaron la oficina a la que le entregué un poco más de tres décadas de mi sudor ¡Menos mal que había nacido para esto no es así! Suerte que mis padre ya no estaban vivos, no podría soportar que ellos me vieran derrocado, sería una herida incurable directamente en sus corazones. 

   Estaba llegando a casa cuando me detuve un instante ¿Qué les diría? ¿Por qué llegué temprano? No sabía que decir, no había excusas, ya estaba sin trabajo, lo que me faltaba era ahora borrar mi reputación de tipo honesto. 

    Sufrí entonces una segunda herida, mi mujer no pudo soportar aquello, tener que bajarse de ese estatus de poder social al que habíamos ascendido, le dolía un montón. Se fue con mis hijos y nunca más volvió. Discutimos fuerte, pero las palabras no eran el problema, como me dijo ese día «no quiero estar al lado de un fracasado y mis hijos tampoco».

    No quería estar en la casa, era demasiado grande para mí solo. No sabía cómo hacer para matar las horas. Tal vez tenía razón, soy un fracasado. 

  Así es como tratan a un hombre que lo dejó todo en un estúpido puesto laboral. Trabajé incansablemente para satisfacer objetivos que no eran para nada míos. En mi mente no cabía la posibilidad de ser despedido, yo que hice hasta lo imposible. Y así me trataron. 

   ¿Dónde iba a conseguir otro puesto similar? Si lo hacía ¿Volvería mi esposa? Sabía que la gente como yo no tenía la posibilidad de acceder a un nuevo puesto, tenía que conformarme con trabajos insalubres ¿Y dónde estaban mis títulos? Eso ya no importaba. Así es como nos tratan a los abandonados por el sistema. Nos dejan tirados y agonizando, «a la buena de Dios» como dicen por ahí, sometidos al designio del destino.

   Ahora soy solo un pobre don nadie que antes lo tuvo todo y por caprichos de algo que no puedo controlar, me terminó dejando en la más miserable ruina.

   Tuve que vender la casa para poder costear los gastos del departamento que estaba alquilando. Una parte de ese dinero fue para mí esposa. Pero los billetes se agotan y lo que queda son tan solo las penas. No pude sostener el pago mensual del alquiler. En un intento desesperado por no quedarme sin un techo que me cobijara, le cedí parte de mis bienes al dueño del departamento, para que lo tomara como forma de pago. Pero no bastó y terminé en la calle, sin nada más que un par de trapos que ni siquiera podían ser considerados como ropa.

   Acabé durmiendo entre cartones y mis únicas compañías eran un gato y un perro. Mis verdaderos amigos, con los que compartía la poca comida ganada. Cada tanto solía ver a mis antiguos compañeros de trabajo, ir y venir en autos lujosos. Supe que Rick construyó una casa de dos pisos y estaba pensando en fundar su propia empresa. Ese desgraciado era bueno, pero no mejor que yo…

   Una vez me crucé a mi esposa, traté de hablarle pero no hubo caso, estaba acompañada por otro hombre. Un nuevo marido millonario. Lloré al ver aquello, ese tipo podía haber sido yo. 

    Cierto día uno de mis hijos, el mayor, logró ubicarme y me dio un sobre lleno de billetes. Me dijo que no le dijera a nadie, no querían que lo vieran hablando con un mendigo. No sé que me dolió más, si el hecho de que la gente me viera como un miserable pobre o que mi hijo sintiera asco de que lo observaran junto a un vagabundo.

   Invertí su dinero en comida y agua para mí y mis amigos de cuatro patas. De vez en cuando solíamos recorrer la ciudad y fue en ese momento cuando los vi. Una vecindad entera, detrás de los grandes edificios, llena de personas como yo, de gente que alguna vez lo habían tenido todo, pero ahora solo vivían a la sombra de la sociedad ¿Por qué no los había visto antes? Pues se habían encargado de ocultarlos, eran la parte dolorosa de la realidad. Pero supe que eran buenas personas, y que al igual que yo, se habían acostumbrado a vivir así y a ser rechazados por una sociedad que en su hambre de progreso, se olvida que aquí, en estas islas de concreto, habitamos tan solo seres humanos.



FIN.

   

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