Se levantó como siempre, fatigado, con ganas de simplemente seguir durmiendo. Aquella pequeña cama le era algo indispensable en su vida. Su padre decía que se la pasaba durmiendo, que así no iba a llegar a ningún lado. Como tampoco lo iba a llegar estudiando el profesorado de música, al que lamentablemente tuvo que dejar.
Ahora trabajaba durante todo el día, preso de aquel empelo que lo había encadenado a tener la misma vida aburrida que la de su progenitor. «¿Trabajo para vivir? o ¿vivo para trabajar?» Se había preguntado varias veces, pero tampoco se podía quejar tanto, por lo menos el trabajo le daba la posibilidad de poder estar viviendo solo.
Se sentía cansado de tanto levantarse temprano, tenía solamente veinticinco años, pero las ojeras, y su aspecto descuidado, le sumaban más años de vida. «Estoy viejo» se decía a sí mismo.
Todas las mañanas era lo mismo, sonaba el despertador, paraba el despertador, se quedaba como zombi sentado en la cama mirando el más allá, hasta que su cerebro le daba las indicaciones de que debía moverse. Se levantaba, se ponía el pantalón, ajustaba el cinto y cuando iba a ponerse la camisa siempre pasaba lo mismo, estaba al revés. Una vez vestido, iba a la cocina dando grandes bostezos. Ahí, en aquel rinconcito de ese pequeño departamento en el que residía, se sentaba con su taza de café a desayunar, acompañado de algún paquete de galletitas, siempre eran de las dulces.
A todo esto, ya eran las siete, debía llegar a la empresa a eso de las siete y cuarentaicinco, rápido engullía lo que quedaba de masitas dulces y hacía fondo blanco con la taza de café, que aun caliente le recorría la garganta como lava. Finalmente, se subía al auto, un cacharro que se caía a pedazos, y se marchaba rumbo a cumplir con su labor.
En el trayecto de su casa hasta su lugar de trabajo encendía la radio, FM Flow 95.3, donde se enteraba siempre de las mismas noticas. Muchas veces pensaba que el mundo era el mismo cada día, que las cosas nunca cambiaban, si no era un robo, era un homicidio, y sino un atentado, todo era tan caótico. Pero él no escuchaba la radio con el fin de informarse, sino porque quería escuchar a alguien en particular.
Aquella voz tan femenina, y dulce, que salía de los parlantes del auto, era la conductora del programa, se llamaba Marisa, había sido su novia durante más de cinco años, él nunca había podido olvidarla, y sobre todo nunca olvidó los intensos años de felicidad plena. Ella era la única persona que sabía cómo sacarlo de aquella vida rutinaria y monótona. Le gustaba siempre conducir por la calle con la voz de esa hermosa mujer de compañía, le daba la sensación de que por un instante todo lo que lo rodeaba se esfumaba, y solo estaban ellos dos, solos en el mundo.
Eso por lo menos le acortaba el fatídico viaje, para finalmente llegar a aquel lugar. Era una pequeña fábrica de empaquetado, con un jefe demasiado cascarrabias, que lo regañaba porque siempre llegaba tarde, cinco minutos tarde. Aquel hombre luego de propinarle una sarta de quejas sobre ser responsable, lo importante de llagar a horario, y de más, lo amenazaba con despedirlo. Siempre pasaba lo mismo desde el tiempo que llevaba trabajando, pero el despido nunca llegaba, pensó una vez en que su jefe le guardaba algo de cariño talvez. «Viejo inútil, no se quiere ni a sí mismo» decía para sus adentros.
Un rato después usando el uniforme correspondiente se disponía a trabajar, era el que controlaba la calidad del empaquetado, estaba allí hasta las doce y treinta, horario en el que paraban para comer. Pero en ese trascurso tenía que lidiar con un par de compañeros de trabajo, bastantes bobos, a decir verdad, no soportaba sus bromas, sus chistes de doble sentido, y la alarma que anunciaba la hora de comer le parecía un milagro cada vez que emitía su sonido.
Para almorzar trataba de ir lo más lejos posible de sus compañeros, generalmente se pedía el mismo menú, la comida que le daban allí era bastante buena, y lo positivo es que podía elegirla, de vez en cuando hacia un cambio en la alimentación, con la intención de cambiar la rueda de la monotonía. Finalizado los treinta minutos del almuerzo, volvían al trabajo. Otra vez los bobos, otra vez las bromas, hasta que a las ocho de la noche se volvía a su departamento, en su cacharro, otra vez.
En aquellas noches de regreso a su casa, trataba de hacer el trayecto lo más largo posible, pasaba por otras calles, por otros lugares, veía la gente que a sus ojos parecían tan felices, sin preocupaciones, y él en cambio se veía tan demacrado, tan esclavo, tan preso de su vida. Deseaba enteramente poder tener libertad, pero ¿Para qué? ¿De qué le serviría ser libre? Quizás en su mente la libertad era insignificante, pero en su pecho se agolpaba la necesidad de vivir la vida, de poder vivir su vida.
Llegaba a su casa agotado, molesto, ofuscado, prendía la televisión, comía algo, y se acostaba. Estaba cansado, él quería algo mejor para su vida, pero tenía que aceptar lo que lo tacaba. Él no creía mucho en las cosas del destino, pero si este era su destino no lo quería. Por suerte el ultimo día de la semana le parecía el más hermoso, incluso mejor que los sábados y los domingos.
Los viernes generalmente solía romper con la costumbre de su retorno a casa, y rumbeaba para un pequeño lago a unos kilómetros de donde residía. Solía irse lo más alejado de los grupos de jóvenes que se juntaban en rondas a beber, y divertirse.
Extrañaba ser joven. «Soy viejo» se decía siempre en su día a día cuando se miraba al espejo, y no se reconocía.
Allí disfrutaba de ese momento de paz, de ese momento de conexión. Se sentía… libre, libre de hacer lo que quisiera, podía viajar por las estrellas, conocer el universo, recorrer aquel lago a nado, en pocas palabras se sentía con el poder de hacer lo que se propusiera. Y sin darse cuenta las horas se pasaban, llegaba su casa al redor de las tres de la mañana, y se acomodaba en el cobijo dulce de su cama.
Los fines de semana no eran días tan interesantes, los sábados se las pasaba casi todo el día acostado, o mirando televisión, dicho sea de paso, no tenía muchos amigos, por no decir que no tenía a nadie. «No tengo tiempo para gastar en amistades» decía siempre. Los domingos era costumbre ir a comer a la casa de sus padres, él era el más chico de cuatro hermanos, y era obligación asistir a las reuniones dominicales, donde se aburría de una forma tal que quería llegar cuando antes en su casa. No soportaba a su familia, o quizás no se soportaba a sí mismo, él sabía que en el fondo quería otra cosa, necesitaba ser alguien, hacer algo para darle el sentido justo a su vida que lo encaminaría quizás a una pasar no tan pesado, o por lo menos no tan lleno de fracasos.
Los domingos siempre se iba a acostar temprano por las noches, le costaba mucho dormirse, pero cuando lo conseguía en sus sueños siempre se veía a sí mismo, de pequeño, tan libre, jugando a la pelota en una vieja cancha que estaba en frente a la casa de sus padres, ahora convertida en una porción de tierra consumida por el pasto alto, y los insectos.
Finalmente, el sol despunta con sus tenues rayos de luz, anunciando que ya es lunes, suena la alarma de su reloj despertador, estira la mano y lo apaga, se queda sentado en la cama, como una momia, sin mover un solo músculo, se levanta, se cambia, se mira al espejo y se nota feo, desmejorado, con unas ojeras tan negras que parecían moretones. Se sentó en el inodoro y se quedó allí, inmóvil, pensando en algo. Se dirigió a la pieza, observó el reloj, ya eran las siete, esbozó una pequeña sonrisa y lentamente comienzó a desvestirse.
Se recostó en calzoncillos con los brazos, y las piernas estiradas sobre la cama, mirando fijamente al techo, sin apartar por un segundo la vista de las manchas de humedad, estas comienzan a desvanecerse, y todo se torna oscuro. Aparece de la nada su figurita, tan pequeña e infantil, sosteniendo una guitarra en la mano, y cantando un par de frases al azar. Qué lindo sueño, que lindo sentirse niño, aunque sea en la imaginación, no perder nunca las pasiones, no perder nunca esas ganas de vivir que tan fervientemente lo hacían seguir adelante. De pronto aparece su jefe «¿Qué estará haciendo ahora?» piensa, de seguro debe de haberse preguntado donde estaba, de seguro lo iba a despedir.
Lentamente abre los ojos, el sol brilla intensamente, son las diez de la mañana, solo se ríe en su habitación, no podía describir lo que bien que se sentía. Se cambia con una tranquilidad plena, su humor había mejorado a tal punto que había decidido afeitarse aquella barba que rodeaba la cara de una forma tan despareja. Se parapara su café de una manera lenta y tranquila, saborea cada galleta disfrutando el momento, luego sale a la calle. La gente, el sol, el aire puro de aquella fresca mañana en la ciudad le renueva las energías. Caminaba entre la gente con la felicidad de un infante, disfrutaba de la música de los artistas callejeros, charlaba con los ancianos del club de ajedrez y se apuntó para dar calases de guitarra en un pequeño conservatorio.
Se sentía feliz, libre, completo, se fue a pasos tranquilos a la plaza y se sentó allí a disfrutar del aire, frente a él jugaban unos niños con un perro, y alzando la vista hacia el firmamento, dijo en un suspiro: «A veces es bueno romper un poco con la rutina».