Por...MARK
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¿Qué había pasado? Ni siquiera yo lo sabía. Tengo recuerdos fugaces de mi mismo subiendo la calle, estaba tratando de llegar a algún lado. Tal vez al trabajo. Tal vez iba a la fábrica. Sí, a la fábrica, tenía que entrar justo hoy, pero de la nada, en medio de una ciudad que se encontraba tranquila, se escuchó aquel sonido. Parecía el lamento podrido de alguna bestia del averno o un dios lovecraftiano. Eso es todo lo que puedo decir, porque de forma inesperada la negrura de un humo hediondo invadió mis ojos. Recuerdo muy bien como ese color negro se hacía cada vez más y mas intenso, luego me enteré que había caído al suelo producto de un desmayo.
Cuando me desperté, estaba completamente cubierto de tierra y escombros. No sabía que estaba pasando. Me incorporé y desde el lugar empecé a observar. Los sonidos comenzaron a llegar hacia mí de manera repentina. Un pitido intenso en el oído me hizo apretar los dientes. Después de unos segundos, vi todo con mucha más claridad.
Observaba, entre medio de la cortina de humo mezclado con polvo de las construcciones devastadas, a la gente correr de aquí para allá, casi sin rumbo, como intentando huir de una bestia invisible. Podía notarlo en el aire, estaban desesperados. Los llantos de hombres, mujeres y niños, sumado a los alaridos de algún perro herido o acobardado por lo sucedido, me perturbaron, y en mi mente venía esta pregunta que necesitaba sí o sí responder: ¿Qué había pasado?
Sabía que si quería respuestas debía salir de ahí, por lo que empecé a caminar sin saber a donde ir, pues todo estaba cubierto de esa nube densa, propia de una letal devastación. Un olor a pólvora y a muerte llenaba el ambiente. Aquella ciudad tan linda, mi ciudad, nuestra ciudad, era ahora un mar de escombros, con arquitecturas desmoronadas, esquirlas de diferentes explosivos y bombas que, recostadas cómodamente en el piso, esperaban la caricia del destino para detonar.
Todo era como en una de esas películas de guerra americanas, en las que los yankees, una vez finalizada la masacre, se marchan dejando tras ellos el manto siempre violento de la destrucción. Pero ahora, teniendo ante mí este desolado paisaje, la pregunta sobre qué era lo que había sucedido, la reformulaba en mi mente y me preguntaba ahora: ¿Por qué alguien haría algo así? Esto dio paso a otra interrogante: ¿Quién querría meterse con una ciudad tan tranquila como esta?
Pobre los ignorantes que creyeron safar del poder político. Esto se olía a la distancia que no era un accidente, ni mucho menos algo premeditado. Aquella explosíon que formó, según me dijeron despues, un hongo inmenso en el firmamento despejado, y que era de un color negro intenso, negro como mi desmayo, negro como la noche, negro como el futuro que ahora era imposible de idealizar, había sido porducida con la desesperada urgencia de querer ocultar algo. Se les olvidó que entre sus trampas e ilegalidades, había una ciudad en el medio que estaba llena de vida, que tenía sueños y esperanzas. Pero eso nada importa cuando se trata del poder, y eso es lo que había pasado con nosotros. Habían intentado desaparecernos, como quien pone la mugre debajo de la alfombra, porque si nadie ve la suciedad, todo parece estar limpio.
Mientras tanto, las calles de la ciudad de Río Tercero permanecían esa mañana agonizantes, llenas de dolor, de heridos y desesperación. A unas cuadras pude ver a unos dos o tres chicos que salían de «El Indu» 一 o quizás iban hacia allá一 pero en el fragor de la estampida, se vieron sacudidos por la ola expansiva del miedo. Ahora marchaban sin rumbo, atemorizados, mientras que algunas bombas estallaban a lo lejos.
La policía y las ambulancias iban y venían a velocidades poco comunes. Ellos también estaban desesperados, eran conscientes de que no podían ayudar a todos, y entonces les ganaba la impotencia.
A medida que las cosas iban sucediendo, distintos medios de comunicación, locales, provinciales y nacionales, se hacían eco de la noticia. Llegaban periodistas a tratar de capturar el horror en video y hasta hubo una canal de televisión que se animó a atacar con preguntas al presidente de aquel entonces, Carlos Saúl Menem (personaje detestable de la historia argentina). Éste solo se limitó a decir que «fue un accidente», al parecer uno hecho con total intencionalidad.
Cuando me desperté, estaba completamente cubierto de tierra y escombros. No sabía que estaba pasando. Me incorporé y desde el lugar empecé a observar. Los sonidos comenzaron a llegar hacia mí de manera repentina. Un pitido intenso en el oído me hizo apretar los dientes. Después de unos segundos, vi todo con mucha más claridad.
Observaba, entre medio de la cortina de humo mezclado con polvo de las construcciones devastadas, a la gente correr de aquí para allá, casi sin rumbo, como intentando huir de una bestia invisible. Podía notarlo en el aire, estaban desesperados. Los llantos de hombres, mujeres y niños, sumado a los alaridos de algún perro herido o acobardado por lo sucedido, me perturbaron, y en mi mente venía esta pregunta que necesitaba sí o sí responder: ¿Qué había pasado?
Sabía que si quería respuestas debía salir de ahí, por lo que empecé a caminar sin saber a donde ir, pues todo estaba cubierto de esa nube densa, propia de una letal devastación. Un olor a pólvora y a muerte llenaba el ambiente. Aquella ciudad tan linda, mi ciudad, nuestra ciudad, era ahora un mar de escombros, con arquitecturas desmoronadas, esquirlas de diferentes explosivos y bombas que, recostadas cómodamente en el piso, esperaban la caricia del destino para detonar.
Todo era como en una de esas películas de guerra americanas, en las que los yankees, una vez finalizada la masacre, se marchan dejando tras ellos el manto siempre violento de la destrucción. Pero ahora, teniendo ante mí este desolado paisaje, la pregunta sobre qué era lo que había sucedido, la reformulaba en mi mente y me preguntaba ahora: ¿Por qué alguien haría algo así? Esto dio paso a otra interrogante: ¿Quién querría meterse con una ciudad tan tranquila como esta?
Pobre los ignorantes que creyeron safar del poder político. Esto se olía a la distancia que no era un accidente, ni mucho menos algo premeditado. Aquella explosíon que formó, según me dijeron despues, un hongo inmenso en el firmamento despejado, y que era de un color negro intenso, negro como mi desmayo, negro como la noche, negro como el futuro que ahora era imposible de idealizar, había sido porducida con la desesperada urgencia de querer ocultar algo. Se les olvidó que entre sus trampas e ilegalidades, había una ciudad en el medio que estaba llena de vida, que tenía sueños y esperanzas. Pero eso nada importa cuando se trata del poder, y eso es lo que había pasado con nosotros. Habían intentado desaparecernos, como quien pone la mugre debajo de la alfombra, porque si nadie ve la suciedad, todo parece estar limpio.
Mientras tanto, las calles de la ciudad de Río Tercero permanecían esa mañana agonizantes, llenas de dolor, de heridos y desesperación. A unas cuadras pude ver a unos dos o tres chicos que salían de «El Indu» 一 o quizás iban hacia allá一 pero en el fragor de la estampida, se vieron sacudidos por la ola expansiva del miedo. Ahora marchaban sin rumbo, atemorizados, mientras que algunas bombas estallaban a lo lejos.
La policía y las ambulancias iban y venían a velocidades poco comunes. Ellos también estaban desesperados, eran conscientes de que no podían ayudar a todos, y entonces les ganaba la impotencia.
A medida que las cosas iban sucediendo, distintos medios de comunicación, locales, provinciales y nacionales, se hacían eco de la noticia. Llegaban periodistas a tratar de capturar el horror en video y hasta hubo una canal de televisión que se animó a atacar con preguntas al presidente de aquel entonces, Carlos Saúl Menem (personaje detestable de la historia argentina). Éste solo se limitó a decir que «fue un accidente», al parecer uno hecho con total intencionalidad.
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Me acerqué a una plaza, allí parecía estar todo un poco más despejado ¿Despejado de qué? Si todo estaba contaminado con el dolor. Pero no me importaba, me quedé ahí, entre tanto ruido permanecí en silencio. Veía a los móviles policiales y a las unidades de traslado médico salir de un lado para el otro. Imaginé que todo estaría colapsado. Me hice la idea entonces de que era un testigo del apocalipsis que había ocurrido en una pequeña ciudad ubicada al centro de la provincia de Córdoba. Cerré los ojos y me puse a llorar. Lloraba como un niño que perdió a su mamá. Lloraba como un hombre-niño que había perdido todo sentido ¿Qué clase de sentido? No podía imaginar cómo se podía seguir después de esto. Para mí, ya no había más salida.
Aquel maravilloso día de noviembre se había convertido en una orgía de caos y locura. Me quedé sentado en la plaza como una media hora, hasta que presentí que el terror había pasado. El viento suave pero amable empezaba a disipar el humo. No sé si esa fue una buena idea, porque para sorpresa de todos los ciudadanos, se abrió ante los riotercerenses, como un telón sombrío que presenta una mala obra de teatro, el panorama de la ciudad completamente arruinada.
La escena era cuanto menos desoladora. Algunos heridos yacían en el piso, gritando y pidiendo por favor la asistencia de algún médico. Mientras tanto, algunas personas trataban de sacar con cuidado algún proyectil que, maliciosamente, se había incrustado en sus casas. Al cabo de una media hora, apareció un vehículo militar, una chata para ser más precisos, recolectando aquellas bombas que todavía no habían estallado.
Un policía que estaba haciendo un recorrido por la zona, buscando tal vez a quien ayudar, se me acercó.
—¿Se encuentra bien señor?— me dijo poniendo una mano en mi hombro.
Yo solo lo miré, las lágrimas caían abriendo rastros similares a estrías en mi rostro que estaba completamente sucio. Ni siquiera yo sabía cómo me sentía. Lo miré y asentí con la cabeza. Eso bastó para que se fuera.
Contemplé acongojado todo lo que había a mí alrededor, y volví sobre mis pasos, solo sabía que quería irme a casa, a ese templo que siempre me abraza cuando llego abatido después de una jornada intensa.
Me quedé, antes de avanzar, pensando por un momento en la pregunta de aquel oficial que estaba visiblemente más asustado que yo ¿Me encontraba bien? No, definitivamente no lo estaba.



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