26 AÑOS DE REFELXIÓN
MI CUMPLEAÑOS FELIZ
No sé, solo me despierto y la «cosa» ya está allí, parada sobre mi
vientre, mirándome encorvada sobre su estómago, relamiéndose las manos, con los
ojos bien abiertos y la boca que esboza una sonrisa maquiavélica. Como cada
mañana me da los buenos días asintiendo con la cabeza, se hace a un lado para
que yo pueda levantarme, curiosamente trata con sumo cuidado de no despertar a
mi novia. De allí me persigue hasta el baño, me ve orinar, mientras se
posiciona casi a mi lado, sentado sobre el bidet. Puedo sentir su respiración
molesta, que emite un pequeño silbido que realmente me saca de quicio. Luego me
sigue hasta el comedor, ve como pongo a calentar la pava y preparo el mate.
Mientras la pava hierve él me mira, se sienta del otro lado de la mesa, estamos
enfrentados. La pava hierve, vierto el líquido caliente en el termo, el sigue
ahí, examinándolo todo. Me siento, tomo mates en silencio, mientras el ser no aparta
sus ojos de mí, ya es algo que no me incomoda, me acostumbré a ver su rostro
después de tanto tiempo. Le ofrezco un mate para que no se sienta excluido, no
le pongo azúcar porque sé que lo quiere amargo, no me extraña, hace juego con su aburrido estilo de vida.
No recuerdo muy bien cuando
fue la primera vez que esa monstruosidad se apegó a mí, al principio, la
primera vez que la vi, me dio miedo— el primer contacto es siempre el peor—. Debí de haber tenido unos quince años, con una adolescencia rodeada de bullying,
problemas con los padres, miedos y ansiedades. Recuerdo que un día lo vi ahí,
sentado al pie de mi cama, como ésta mañana, me miraba, era aun un pequeñuelo,
pero igual me daba miedo, su aspecto verdoso, sus ojos rojos, esa piel rugosa y
viscosa, sus manos huesudas que se las relame constantemente, un vicio que no
se le quita. No sé porque lo dejé acostarse a mi lado, le hice una seña y el
vino como un perro tímido, pero prefirió acostarse sobre mi vientre, allí se
puso cómodo y se quedó para siempre, o al menos eso creo, ya que no he
conseguido la fórmula para que se vaya. Suelo mitigarlo y mantenerlo a raya con
algún producto químico hecho en laboratorio que me recetó algún médico, pero
cada dos por tres lo tengo aferrado a mí. De todas formas, hay algo de ternura
y compasión cada vez que lo veo, como que mi mente cree que no voy a poder
vivir sin él, tantos años acompañándome, tanto tiempo compartido en nuestra
soledad, sin hablar, sin gesticular, solo mirándonos, esperando a que el tiempo
pase.
Con el ir y venir de los años
nos hemos hecho muy buenos amigos, si bien hay momentos en los que se torna un
poco pesado, ya que no puedo ir a ningún lado sin llevarlo, si lo intento es
tanto el agobio que debo marcharme del lugar en el que esté, porque de alguna
manera (y odio tener que decirlo) lo necesito. De igual forma no sé el
verdadero por qué de llegar a necesitarlo, la gente me dice que lo abandone,
que lo deje marchar a su suerte, «a la buena de Dios» como dice mi abuela, creo
que si Dios lo viera no lo querría, es un Diablo salido de los más profundos
infiernos, es un tormento para mí, pero a veces eterno placer, ya que suele ser
el motivo de mis excusas para evitar la angustiosa idea de tener que relacionarme
con otros humanos. Pero, también he visto a otras personas cargar con alguien
parecido al bicho que yo llevo, lo veo en mi padre, por ejemplo, lo veo en uno
de mis amigos, lo veo en personas cercanas y no tan cercanas, pobres almas,
también las entiendo, así como Cristo cargó la cruz, nosotros también tenemos
la propia, pero más pesada, con forma de pesadilla, como un ser que nos chupa
el alma.
Mi novia tiene el suyo propio,
no se lleva bien con el mío, por ahí pelean, y es difícil prevenir los roces,
pero eso no evita que nos amemos, porque es en ese momento donde nos amamos,
cuando descubrimos lo que verdaderamente somos, y nos olvidamos de esos demonios
que están atrás nuestro. El de mi padre es una «cosa» distinta, es más viejo,
más pesado, más duro, tiene marcas de lucha porque han peleado con mi padre,
porque éste quería liberarse de él, pero no se pudo, ahora se rindió y ahí
andan caminando juntos como dos amigos que se conocen de toda la vida, pero que
sus egos y envidias cada tanto los separa.
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Ya son las seis y media de la
mañana, tengo que llamar a mi novia, no vaya a ser que llegue tarde al trabajo,
le hago una seña a aquella «cosa» para que me siga, con un andar pesado va
detrás mío. Mi novia se levanta, su
«cosa» también. El café ya está servido, sale afuera, mientras el café es
digerido enciende un cigarrillo para empezar el día, una forma interesante de
acallar el ser que se posiciona sobre sus espaldas. El humo del tabaco lo
idiotiza, baja sus niveles de intensidad, así puede proseguir su marcha. Yo no
hago eso, dependo de unos medicamentos que tienen la intención de cambiar mi
vida.
Salimos de casa, hacemos el
mismo recorrido, la mañana está fresca. La acompaño como todos los días al
trabajo, entre bostezos y risas la dejo a una media cuadra de su destino. La
miro llegar a la puerta de su trabajo, y me giro, allí está la cosa mirándome,
tiritando de frío, saco un pañuelo y le limpio los mocos, lo tomo de la mano y
emprendemos el camino a casa, mientras escuchamos el bullicio de la ciudad que
empieza a despertarse. Al caminar dos cuadras, por detrás de nosotros empiezan
a asomar los primeros rayos de sol, sonrío sin soltarlo. Finalmente estamos ya
en casa, solos los dos otra vez.
Cuando vuelvo a casa luego de
acompañar mi novia, me siento a continuar con mi ronda de mates, él se vuelve a
sentar enfrentado a mí ( es un desafiante nato), y para no hacerle caso me distraigo
navegando horas por YouTube, o dibujando, quizás tal vez escribiendo. Por
momentos subo la música porque el silencio me penetra el alma como una daga
afilada, por más que no hable (y que bendición que haya sido creado sin esa
capacidad), me termina torturando, porque me da libertad, libertad de pensar, y
de tanto pensar empiezo a sobrepensar, y a repensar las cosas, a tal punto que
el dolor de cabeza es tal que necesito acostarme, para que él se suba como siempre a mi
vientre, hasta que me levanto para repetir todo de nuevo.
Alguna que otra vez me pregunté
el porqué de este castigo, pero como no creo en dioses ni espiritualidades,
trato de contentarme con que así tenía que ser y ya, no le busco más vueltas al
asunto, trato de hacer lo que amo, como puedo y como me salga. El arte es el
remedio que me cura, aunque a veces cuando le doy el control a ese ser para que
me ayude o me inspire a crear, termina siendo perjudicial, porque sale a flote
todo lo negro y malicioso de mi faceta oscura que deseo ocultar, aunque como
dijo Caro, mi anterior psicóloga en una de las tantas sesiones: «todos tenemos un
muerto en el placard» o un demonio a nuestras espaldas diría yo.
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Hubo un tiempo en donde se me
dificultaba vivir, era algo pesado, desgastante, cada día se sentía como un
año, era algo absolutamente insoportable, las horas parecían elásticas, las
tardes de domingo me representaban un tedio fatal, pero uno aprende a
sobrellevar todo, es que al final no te queda de otra, es adaptarse o morir,
«oxidarse o resistir».
Pero no todo es malo, gracias a
él logré hacerme más fuerte, encontré en la filosofía una manera de sobrellevar
la existencia, una nueva forma de mirar la vida, aprendí cosas valiosas de
Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, H. D. Thoreau, Schopenhauer, Nietzsche,
Bakunin, Proudhon, Dostoievski, Emil Cioran, Albert Camus, Foucault, entre
tantos otros maestros. De hecho, leer fue siempre mi pasión, y el arte el
complemento, ya que la inspiración es la única cosa que no depende de la
influencia de ese ser.
«Pero bueno», si esa es mi frase de autocompasión, seguida de un «así es la vida, que se le va a hacer», toda una expresión propia de alguien que está de alguna manera olvidado por la vida, ya sea por un hecho desgraciado o por su propio mérito, yo creo y me siento un excluido, por lo menos en mi ciudad me veo como alguien que no encaja del todo en esta especie de pueblo-ciudad. Será también porque me crie en los campos de mi padre, entre animales, tierra, pasto, mates y ni un peso partido al medio, con la única riqueza de poseer un libro con el cual poder entretenerme. Acá si es donde cada tanto se me «pianta un lagrimón», añoro los tiempos de ir a la escuela rural en una bici despintada y con las ruedas llenas de parches, el guardapolvo manchado de tierra porque no se hizo tiempo de lavarlo, las zapatillas a punto de romperse, las hojas llenas de marcas de cera de vela, porque era la única forma de poder hacer la tarea (no teníamos luz eléctrica). Y esto no es apología a la pobreza o al pobrismo, es solo que a medida que crecí con todo esto, me doy cuenta de lo feliz que era (o éramos incluyendo a mi familia), cuando el no tener nada era tenerlo todo. Ir a la escuela en ese momento era el más grande los lujos, amaba esa especie de estructura cuadrada con dos aulas y unos pupitres, pintada de blanco, con un mástil que sostenía firme una bandera argentina deshilachada por el sol, en dónde solo asistíamos unos cuatro o cinco alumnos, mientras que por la ventana abierta entraba, gracias al viento fresco de la mañana, ese olorcito a campo.
Que bueno es recordar esto, al
final mi vida no es ni fue tan mala como parece. Por el «será» no me preocupo
demasiado, conviene siempre tener un equilibro perfecto entre esto tres
elementos: el pasado es lo que no queremos repetir, el presente es el
mejoramiento continuo y el futuro es solo un misterio que se va resolviendo
solo, lo importante es no tener apuro, lo que llega llega y lo que tarda en
venir cuando tenga que ser te será dado, a fin de cuentas uno se marea con
lo que debe o debería ser la vida, pero es más que nada «vivirla como una
fiesta, aceptando que la vida es lo que es, no lo que debería ser, agradeciendo
lo que tengo, no lo que quería o lo que se supone que me debería haber tocado»,
que hombre sabio Facundo Cabral.
17/06/2023
Fin...(¿continuará?)